El Toisón de Oro y la Corona de Aragón

Ahora que el Toisón de Oro vuelve a estar de moda por cuestiones tan naífs (un cumpleaños, una joven princesa heredera y un reportaje fotográfico en el ¡Hola!) que darían para una estupenda comedia romántica juvenil, quizás merezca la pena retomar algunas cosas que escribí hace años sobre las primeras andaduras del Toisón en la Península Ibérica (y que si queréis podéis recuperar a través de este enlace al artículo original, que además podéis descargar en pdf).

Ideal para ir al cole

 

Como a estas alturas sabrá casi todo el mundo (pocas cosas mueven más interés que la prensa rosa) la Orden del Toisón de Oro nació a finales del año 1429 en Borgoña, con motivo del matrimonio entre Felipe el Bueno e Isabel de Portugal y se materializó oficialmente en enero del año siguiente, durante el banquete de bodas. Aunque no era la primera de las nuevas órdenes de caballería europeas (la moda había empezado años antes, en una suerte de fiebre colectiva entre la realeza europea, cautivada por el mundo de las novelas de caballerías) si que, con el paso del tiempo, ha llegado a ser una de las más representativas de aquel movimiento internacional. Ya solo por el doble hecho de hacer referencia a una imagen tan icónica como el Vellocino de Oro y ser, además, un producto típicamente borgoñón la historia de la Orden del Toisón tiene muchos puntos para robarle el corazón a cualquiera. Además, al convertirse en época moderna en uno de los símbolos más persistentes de la realeza católica por antonomasia, la hispánica, el Toisón (pese a la escisión de la Orden entre españoles y austríacos después de la Guerra de Sucesión Española de principios del XVIII) ha quedado entre los sectores más tradicionales – ese eufemismo elegante de «rancios» – del imaginario español como uno de los grandes símbolos de la institución monárquica patria. Continue reading

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La Pluma Salvaje de Robert E. Howard

Y allí llegó Conan, el cimmerio, el pelo negro, los ojos sombríos, la espada en la mano, un ladrón, un saqueador, un asesino, de gigantescas melancolías y gigantescos pesares, para pisotear con sus sandalias los enjoyados tronos de la Tierra.

Las Crónicas Nemedias, Robert E. Howard

La barbarie es el estado natural de la humanidad. La civilización es antinatural.; es un capricho de las circunstancias. Y la barbarie siempre triunfará al final.

Más Allá del Río Negro, Robert E. Howard

 

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Biblias de piedra: lo real y lo ficticio en el románico.

Es por todos conocido que el saber en la Alta Edad Media era custodiado por unos pocos, bastante tenían los pobres campesinos con trabajar para cumplir con los impuestos marcados por el señor. La iglesia era la encargada de mostrarles lo que estaba permitido hacer y aquello que tendría el mayor de los castigos, y como esos pobres hombres y mujeres no sabían ni leer ni escribir qué mejor manera que enseñarles a través de las imágenes, porque ya sabemos lo que dicen: “una imagen vale más que mil palabras”. Así que aprovechando el espacio que brindaban las portadas de los templos románicos se desplegó todo un catálogo de figuras que estipulaban los pecados, los oficios, los pasajes de la Biblia, etc., y aquí es donde se empiezan a mezclar para nosotros la ficción y la realidad.

Está claro que la idea que preside la iconografía románica es la de separar el bien y el mal; pero al hombre no le basta con eso, y como somos seres curiosos por naturaleza no nos podemos quedar en lo simple y buscamos un significado más profundo. Con las escenas bíblicas el asunto es sencillo, una forma de explicar los pasajes más importantes de la Biblia a los hombres del siglo XII, pero la cosa se complica cuando empiezan a aparecer animales que jamás nos habíamos imaginado o figuras que se escapan a nuestro entendimiento. Debemos tener claro que de esos hombres del siglo XII nos separan más de ocho siglos, nuestra mentalidad es muy diferente, nuestra forma de concebir el mundo ha cambiado; nosotros somos una generación de palabras y hemos perdido ciertos códigos visuales, por lo que sólo podremos acercarnos superficialmente al significado de estas representaciones. Continue reading

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El oficio de historiador (elegía para una mónada)

(Entrada publicada originalmente el 2 de diciembre de 2015)

¿Qué es un historiador? Para algunos, ha de ser un científico dotado de herramientas de análisis rigurosas y objetivas. Para otros, una suerte de literato capaz de devolver a la vida con la fuerza de su pluma algunas escenas del pasado. Yo, en cambio, cada vez más me lo imagino como un niño que se entretiene con viejos juguetes rotos, tratando de usar la imaginación para dar sentido a unos fragmentos cuyo origen le resulta tan misterioso como fascinante.

Si quisiera resumirlo en una palabra diría que el historiador es, sobre todo, un lector. Y no vayamos a pensar que es éste un oficio cómodo: aunque algunos lo creerían una adquisición de los teóricos de la segunda mitad del siglo XX, ya los autores medievales sabían perfectamente que la obra literaria es un artefacto incompleto y abierto, que para cobrar un sentido pleno requiere de la interpretación cómplice del lector. Lo confiesa por ejemplo una narradora del siglo XII, María de Francia, en el prólogo a una deliciosa colección de cuentos que beben de la tradición oral de los bardos bretones y que ella supo convertir en historias caracterizadas por una delicada mezcla de ensueño, fragilidad y melancolía: los Lais. Continue reading

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Los orígenes medievales del monasterio de Montserrat

Todo el mundo alguna vez ha oído hablar de la montaña de Montserrat por su accidentada y particular orografía, por el monasterio que reside en su falda o por la virgen negra que aguarda en la vitrina ante los fieles. Incluso de oídas, su historia está llena de interrogantes en el relato oficial o en el mismísimo folklore. Alguna vez oímos que un individuo con un tambor en mano, espantó a los franceses durante la Guerra del Francés; que Guillermo von Humbolt, en una inspiración romántica, visitó y se enamoró de la espiritualidad de la montaña para que después su amigo Goethe, tras leer sus notas dijera aquellas dulces palabras: “el ser humano solo puede encontrar paz y felicidad en su propio Montserrat”; o que Richard Wagner situara en su Parcival la montaña de Montserrat como el lugar del Grial, o qué decir de Heinrich Himmler que junto a oficiales de las SS hicieron una injustificada visita al monasterio de la montaña dejando para la posterioridad todo tipo hipótesis y conjeturas. De una forma u otra, por el relato que nos brinda el pasado o nuestro entorno, la montaña de Montserrat ha creado un sentimiento difícil de especificar. Solo queda mirar, observar y experimentar la magnificencia de su colosal contorno, para entender que esas mismas emociones calaron a nuestros antepasados como un arquetipo maternal en la forma más simbólica de la naturaleza. Continue reading

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La Capilla Sixtina del arte románico: el Panteón de los Reyes en San Isidoro de León.

La gran mayoría del público que ha visitado la Capilla Sixtina en los Museos Vaticanos no ha podido evitar sobrecogerse ante su magnitud. Es inevitable sentirse pequeño bajo los coloridos techos que Miguel Ángel pintó con sufrimiento. Tengo que reconocer que la primera vez que admiré la obra pensé en Miguel Ángel encaramado a los andamios mientras la pintura le caía en los ojos, dejándole prácticamente ciego. Valoramos el resultado muchas veces sin conocer el esfuerzo y tesón que hay detrás.

Una situación parecida, o si me permitís peor, ocurre cuando lo que tenemos ante nuestros ojos son pinturas románicas. El paso del tiempo ha provocado la desaparición de muchos de los frescos que decoraban las iglesias; hasta el punto de considerar este estilo un arte pobre, sin color y sobrio. A los escasos restos conservados se añade el desconocimiento que tenemos sobre la figura de los pintores en tiempos del románico. Continue reading

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La Edad Media impertinente y los niños de París

(Entrada publicada originalmente el 29 de abril de 2015)

Una de las formas más primarias de definir la propia identidad es hacerlo por oposición. El gran relato de la Modernidad, del que seguimos siendo deudores, forjó su identidad a partir de dos enormes Otros. Sobre el espacio, consolidó el ya antiguo mito del Oriente, un lugar a la vez exótico y salvaje, opulento y temible, refinado y cruel. Un Oriente que iba creciendo conforme avanzaba la exploración europea del orbe, pues los tópicos y leyendas orientales, que en origen se referían sobre todo a Oriente Próximo y el mundo árabe, se iban aplicando a los nuevos territorios descubiertos (o redescubiertos): el África negra, América, la India, China, Japón, los Mares del Sur… Allí parecían hacerse realidad todas las fantasías occidentales, desde la nostalgia por la inocencia perdida (1) hasta el anhelo de una sexualidad desinhibida, desde las más perfectas utopías políticas hasta los despotismos más despiadados. Se diría que cualquier ensoñación, delirio o aberración tenía cabida en “Oriente”, a condición de que sirviese para manifestar la distancia que nos separaba de unas gentes que, mejores o peores, angélicas o demoníacas, desde luego no eran como nosotros.

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Saramago, un escritor para la posterioridad

Presentar a José Saramago de buenas a primeras por sus logros sería caer estrepitosamente en la aceptación superficial de su figura y no en la profundidad e inspiración de sus ideas y relatos. Relatos que concibió y escribió a caballo entre Lisboa y Tías (Lanzarote), reconociendo ya de mayor una extraña seducción inefable que lo arrastraba al paisaje desierto y volcánico de la isla canaria. En cierta ocasión, estando un servidor de vacaciones por la isla, no pude resistirme a visitar su casa y biblioteca, hogar-museo desde que falleció en 2010. El hogar de Saramago se convirtió desde el final de las dictaduras de Salazar en Portugal y Franco en España, en un lugar de peregrinación donde pasaban a tomarse un café portugués todo tipo de idealistas, intelectuales y gentes del socialismo. Aquella casa de Tías, juntamente con la propiedad del escritor en Lisboa, consciente o inconscientemente, se convirtió en un nexo donde el progreso político e intelectual buscaba el calor y la reflexión del escritor luso. Unos años nobles tras la censura imperante y la Revolución de los Claveles, en la que participó, en que el autor no publicó absolutamente nada porque “no tenía nada que decir”. Solo redactó poesía en la intimidad llegándose a publicar discretamente en 2005. Continue reading

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¿Se habló troyano en Londres? La historia de Brut y los orígenes de Britania

No es la primera vez que os digo que las etimologías importan: ya hablamos hace algún tiempo de los orígenes del nombre de Mónaco y de alguna que otra etimología sexual. Hoy toca detenerse en una etimología algo más extraña, si cabe: la creada artificialmente a mediados del siglo XII, ampliada en el ambiente de la corte Plantagenet, que hacía referencia ni más ni menos que a los orígenes troyanos de la isla de Britania.

Ante el titular «Exiliados troyanos fundaron Londres» uno puede reaccionar de varias maneras. 1) Pensando que estamos ante un bulo informativo propio de la prensa amarillista de internet, siempre ávida de arrastrar visitantes incautos a sus páginas cargadas de publicidad, 2) suspirando ante la campaña de marketing del enésimo bodrio histórico, ya sea película, novela o serie con pretensiones o 3) sonriendo sardónicamente ante un nuevo ejemplo de una práctica bien conocida, la de los intentos de vincular los orígenes patrios al mito de Troya. Continue reading

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La avaricia: un pecado atemporal.

Miramos el mundo y nos damos cuenta de que no ha cambiado tanto respecto a lo que veían nuestros antepasados medievales. No me refiero al hecho de que ahora tengamos tecnología, mejores condiciones higiénicas y menos enfermedades, me refiero a que nuestros miedos son parecidos y nuestras flaquezas iguales.

Corríjanme si me equivoco, la avaricia aterraba al hombre del Medievo y si la iglesia ilustraba los templos con dicho pecado es porque era bastante habitual. Cambiemos los capiteles por la televisión y veremos a multitud de personas que amasan grandes cantidades de dinero mediante actos que cualquier hombre de la Edad Media consideraría suficientes para arder en el infierno.

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