Alejandro Martínez Giralt
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A primera vista el título de esta entrada puede parecer un disparate, porque solemos situar a señores feudales y bien común en polos opuestos. En nuestro esquema general de las cosas del Medievo el señor feudal es sobre todo un noble que ejerce el poder de forma abusiva y violenta; el rey y el conjunto heterogéneo de instituciones religiosas que forman la Iglesia no se incluyen en la misma categoría, aunque deberían. En cambio, por bien común (ese al que tanto alude en sus discursos quien a día de ayer se postulaba a su investidura como Presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados) uno entiende el interés o bienestar general, que al menos en teoría debe prevalecer frente a los intereses privados.
De nuevo en nuestro esquema mental, el señor feudal es la personificación más depredadora del interés privado. ¿Pero qué sucede entonces cuando el interés general resulta estar en boca de un señor feudal de alto rango? En 1398 el señor de la villa costera catalana de Blanes, Bernat IV de Cabrera, conde de Modica en Sicilia, rechazó una determinada petición comunitaria porque, en último término, decía, podía constituir un «perjuicio para la cosa pública».
Seguramente Bernat entendía por «cosa pública» lo mismo que su contemporáneo el franciscano gerundense Francesc Eiximenis, es decir, una comunidad en la que sus miembros debían cooperar y ayudarse, aunque aquel concepto (heredado del de res publica de la Antigua Roma) y sus límites estuvieran abiertos a más de una interpretación. Por lo general, para él la «cosa pública» serían sus dominios, mientras para su rey aquella habría sido el Estado. Pero en una sociedad tan moralizante como la suya, donde los autores de esos manuales del buen gobierno que eran los «espejos» o «regimientos de príncipes» insistían en la necesidad de que los gobernantes observaran las virtudes morales, habría sido muy difícil separar aquella noción de la de bien común, que ya entonces había sido modelada por muchas plumas desde su introducción en la Grecia Clásica, y más recientemente por el dominico italiano Tomás de Aquino. Las decisiones del señor y los acuerdos con quienes estaban bajo su poder (porque, y esto es importante, el señor también negociaba, especialmente cuando lo que se quería era obtener ingresos extraordinarios) debían ir en provecho no solo del primero, sino también de los segundos. De ahí que Bernat insistiera públicamente en que los acuerdos con las comunidades debían ser provechosos y útiles para los miembros de aquellas.
Lo que uno espera de un señor como Bernat es que intentara actuar sobre todo en provecho propio. Probablemente haya una parte de eso en sus invocaciones directas o indirectas a la «cosa pública» y a la utilidad o al bienestar públicos, al bien común, en definitiva. La documentación notarial registra numerosas acciones movidas por la necesidad de velar por el provecho del señor, en las que, además, los motivos aparecen explícitamente. Sin embargo, eso no significa que aunque un señor feudal como él no creyera sinceramente en otro provecho que no fuera el propio, no fuera consciente de que debía dar a entender que se preocupaba por el de todos los sometidos a su dominio, ni que fuera solo por su propio bien. Pero eso ya es asunto de otra entrada.
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