Ceniza en la manga de un viejo

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Raúl

Oviedo, 1985. Escombrador de ruinas.

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Ceniza en la manga de un viejo es, además de un verso de Eliot, el título de la novela que Cunqueiro escribió y le perdieron, o soñó pero jamás llegó a escribir. Cuando en 1978 anunciaba su inminente publicación al final de una entrevista en el programa A Fondo (podéis verla aquí), decía que “ceniza en la manga de un viejo es todo lo que queda de la vida cuando la vida va a terminar“. Se refería, por supuesto, a ese último patrimonio que son los recuerdos y los sueños, cada vez más difíciles de distinguir a medida que pasan los años.

Por una de esas ironías de la Historia que habría sido muy del agrado del maestro gallego, cuando más de dos milenios antes, y en el otro extremo de Europa, Aristóteles se encontraba precisamente al final de su vida, ya en el exilio, parece haber incluido en una de sus cartas una confesión en la que uno cree reconocer ecos cunqueirianos: “cuanto más solitario y aislado estoy, más me he vuelto un amante de los mitos” (Fr. 668, Rose). En un gesto inesperado de rara intimidad, el filósofo se sacude la manga y arroja ceniza de viejas historias.

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Aristóteles, con las mangas que en realidad nunca tuvo

Crónica de Nuremberg (1493)

Fuente: Wikimedia

Y nosotros, los europeos del siglo XXI, que nos creemos muy jóvenes pero somos ya ancianos, pobres hijos de una tradición milenaria que se nos muere entre las manos, sentimos también esa nostalgia (“dolor del regreso”) por los mitos, cuanto más antiguos y exóticos mejor. Lo que nos resulta ya más difícil es comprender a las sociedades que los produjeron, y por eso preferimos extraer esas viejas narraciones de su contexto y leerlas como si fuesen una especie de ficciones extravagantes. Pensemos por ejemplo en un campo que nos resulta bastante familiar: la mitología griega. Creemos conocerla bien, y sin embargo, el especial papel que la cultura clásica ha venido jugando durante siglos en nuestra propia civilización nos empuja a la tentación de sucumbir a la inercia y concebir los antiguos mitos griegos como una realidad básicamente libresca. En efecto, nada nos resulta más natural que pasear por el amable jardín que han podado para nosotros tantas generaciones de apacibles intérpretes dedicados a limar todas las asperezas de un sistema religioso complejo y variado y reducirlo a un galante recetario de motivos literarios y alegorías conceptuales: para la sabiduría, cítese a Palas; para honrar el vino, a Dioniso… Tales son los hermosos y rígidos cadáveres que, exquisitamente almacenados, clasificados y etiquetados, exhiben con frialdad ante nuestros ojos tantos diccionarios de mitología, manuales y obras de divulgación.

Pero la rica diversidad de la experiencia religiosa griega no cabe en esas colecciones de entomólogo, que parecen olvidar lo fundamental: a esos dioses se les hacían sacrificios y se les agradecía su ayuda en la cosecha o la enfermedad, en su honor tenían lugar las grandes celebraciones festivas de la comunidad, de ellos se requería venganza y a ellos se encomendaban los navegantes, las parturientas o los soldados. En definitiva: la religión, con sus sistemas de ritos y creencias, constituía una experiencia personal y colectiva que era una parte esencial de la vida, no esa distracción pedante de poetastros y sabihondos de gabinete que fue la mitología clásica durante siglos.

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La ninfa Calisto y Zeus (bajo la forma de Artemisa), en idilio rococó

Pintura de François Boucher (1759)

Fuente: Wikimedia

Existen, por suerte, otros caminos. Para entender una religión el primer requisito es tomársela en serio, no como un conjunto de cuentos más o menos fascinantes, mejor o peor hilvanados: hay que atender al panteón, los mitos y las creencias, por supuesto, pero también (y quizá sobre todo) a las instituciones, los ritos, los espacios de culto o la organización del calendario. Basta con acercarse a las religiones europeas vivas para verificarlo: ¿En la realidad cotidiana de un cristiano es más importante el relato de la Anunciación o la experiencia de la misa dominical? ¿Definiríamos acaso la religión judía por historias como la de Jacob luchando con el ángel sin tener en cuenta la práctica de la circuncisión o las normas alimentarias?

Pensemos por ejemplo en la información que podemos obtener a partir de testimonios como el Epitafio de Seikilos, una inscripción funeraria griega proveniente de Asia Menor que data de época helenístico-romana (siglos II a.C. – II d.C.). Gracias a que su texto va acompañado de notación musical, pasa por ser la más antigua melodía completa que se conoce (podéis escucharla aquí). Su mensaje no nos narra mito alguno, y sin embargo, en una exquisita brevedad, condensa una visión del mundo que se enmarca dentro de las principales preocupaciones morales y religiosas de la época del helenismo (aunque pueda resultarnos terriblemente actual):

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Epitafio de Seikilos

Fuente: Wikimedia

Ὅσον ζῇς, φαίνου,
μηδέν ὅλως συ λυποῦ·
προς ὀλίγον ἐστί το ζῆν,
το τέλος ὁ xρόνος ἀπαιτεῖ.
Mientras vivas, brilla,
no sufras por nada en absoluto.
La vida dura poco,
y el tiempo exige su tributo.

 

 

También Seikilos (que es el dedicante de la inscripción, no su destinatario) parece haberse preguntado qué es lo que queda de la vida al final de la vida. Y en efecto, ¿qué nos queda? Uno de los grandes prehistoriadores del siglo XX, André Leroi-Gourhan, hacía un llamamiento a la humildad del investigador en su obra Las religiones de la Prehistoria (Barcelona, 1994):

 “El hombre prehistórico sólo nos ha dejado mensajes truncados. Tal vez colocó en el suelo una piedra después de celebrar un largo ritual en el que ofrendaba un hígado de bisonte asado en un plato de corteza pintado de ocre. Los gestos, las palabras, el hígado y la bandeja han desaparecido; en cuanto a la piedra, de no mediar un milagro, no la distinguiremos de las demás piedras de los alrededores.”

Quien quiera reconstruir las religiones de época histórica está, sin duda, mejor equipado, pero no debe olvidar que trabaja inevitablemente sobre ruinas. La práctica religiosa era algo que regía y pautaba la vida de las comunidades del pasado a través del ciclo cotidiano de fiestas, sacrificios, procesiones, bailes, oraciones, libaciones, cantos, juegos, ofrendas, ritos funerarios… Y sin embargo, de todo eso lo que ha llegado hasta nosotros es bien poca cosa: ciertos edificios imponentes aquí y allá, algunas estatuillas, unos cuantos depósitos de ofrendas, algún que otro enterramiento… y quizá, con suerte, un manojo de textos enigmáticos. Tal es el magro botín que nos han dejado los siglos, planteando un desafío apasionante y casi inagotable a nuestra curiosidad y capacidad de comprensión.

El tiempo exige su tributo: la vida pasa, las civilizaciones se esfuman y los dioses nos abandonan. Y a cambio, no recibimos más herencia que asombro, dudas, y quizá un poco de ceniza en la manga de un viejo.

Para saber más:

– Un libro académico: Marcel Detienne, La invención de la mitología (Ediciones Península, Barcelona, 1985). Detienne, uno de los principales investigadores que abordan el estudio de la Grecia antigua desde enfoques antropológicos, analiza en esta obra el largo proceso a través del cual el racionalismo occidental acabó por concebir la mitología como un ámbito dotado de entidad propia y digno de estudio en sí mismo.

– Una novela: Álvaro Cunqueiro, Un hombre que se parecía a Orestes (Premio Nadal 1968, con numerosas reediciones). El maestro gallego reescribe el viejo mito de Orestes al tiempo que lo humaniza y lo vuelve aún más complejo. Todo ello unido a la riqueza del lenguaje, la ternura, el sentido del humor y la capacidad imaginativa que en Cunqueiro son marcas de la casa. Un verdadero festín literario, vaya.

– Una canción: La canción del aedo ciego Demódoco en la Odisea sobre la relación adúltera de Ares y Afrodita, que podéis escuchar en la web de 2 profesores austríacos que intentan reconstruir cómo sonarían originalmente los cantos homéricos.

(entrada publicada originalmente el 30 de septiembre de 2015)

Raúl

Oviedo, 1985. Escombrador de ruinas.
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