Joan Curbet Soler
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Nadie que haya frecuentado la poesía inglesa podrá olvidar el pareado final del soneto XVIII de Shakespeare[1]. Tras buscar en vano paralelismos entre la belleza de la persona amada y un día de verano (“Shall I compare thee to a summer´s day…?”), el poeta opta por afirmar su propio verso, su poesía misma, como único espacio en el que se podrá preservar eternamente la persona amada, más allá del mundo natural y, sobre todo, más allá de la sombra de la muerte (“…nor shall Death brag thou wander´st in his shade”). Se llega así a la memorable conclusión final.
“So long as men can breathe or eyes can see,
So long lives this, and this gives life to thee”.
La familiaridad que tenemos con este pareado puede distraernos de su significado. Desde Petrarca y hasta nuestros días, son infinitos los poetas que han prometido la inmortalidad a sus amadas (en este caso particular, a su amado: el lector implícito es un hombre[2]) en un soneto. Pero son muy pocos los que han sabido establecer los límites precisos de esa eternidad, y menos aún delinear el gesto preciso en que ésta se produce: en el gesto de la respiración (“breathe”) y de la mirada (“see”). Es decir, en la actividad de un lector que absorbe un texto y lo reproduce, quizás en voz alta o quizás para sí, en el momento de leerlo. Quizás también se insinúe aquí el gesto de un actor que absorbe su papel y lo dice, leyéndolo y repitiéndolo, antes de darle vida sobre un escenario. Para Shakespeare la eternidad es pensable sólo como lenguaje, como palabras dichas, leídas, compartidas.
No se trata aquí, pues, de metafísica ni de platonismo. El pareado final del soneto XVIII está desprovisto de una trascendencia meramente espiritual, o de la idea de una inmortalidad desgajada de las funciones corporales. No es casualidad que esta tendencia (también observable, desde luego, en varios poetas continentales) sea muy predominante en una figura como Shakespeare, un profesional de las letras exitoso y competitivo que supo operar al margen, e incluso por encima, de los enfrentamientos religiosos de su tiempo. ¿En qué tipo de eternidad o de trascendencia religiosa creía Shakespeare, si es que creía en alguna? Uno de los signos de su modernidad es el hecho de que esta pregunta sea, a la vez, imposible de contestar e irrelevante para la lectura de su obra.
Los sonetos de Shakespeare se publicaron en 1609, pero sin ninguna duda fueron escritos y circularon de forma manuscrita a mediados de la década de 1590. Coinciden en su redacción, pues, tanto con los años de consolidación profesional del dramaturgo en la recientemente fundada compañía “Lord Chamberlaíns´s Men”, como con los años de unificación religiosa de la Iglesia de Inglaterra, firmemente dominante sobre el catolicismo y consolidada en su protestantismo. La armada invencible había sido derrotada en 1588 y la reina María de Escocia había sido ejecutada un año antes, en 1587. A nivel internacional, nada se oponía de manera explícita o seriamente amenazante a la figura de Isabel I, y la posibilidad de una reconciliación con el papado quedaba ya muy atrás. La disensión religiosa continuaba a nivel interno, pero estaba focalizada entre los teólogos calvinistas (más tarde llamados “puritanos”) y los protestantes moderados, que operaban sobre una base teológicamente ambigua; esta última sería la tendencia dominante, y la que permitirá a la larga la consolidación del anglicanismo.
A lo largo de todo el siglo XVI inglés, varios de los antiguos dogmas religiosos habían sido socavados y, en buena parte, reemplazados.[3] La mayor parte del público londinense que asistía a las representaciones en la orilla sur del Támesis, en la década de 1590, era vagamente creyente dentro de un protestantismo básico y arraigado en la Biblia[4]. Pero ese público se había acostumbrado también, a través de las últimas generaciones, a la puesta en cuestión de todos los hábitos y creencias, mucho más de lo imaginable en un contexto castellano o italiano. En esos marcos continentales, y a pesar de muchos episodios de turbulencias heréticas o heterodoxas, la religiosidad oficial no había sido cuestionada o modificada en lo esencial, como sí lo había sido en Inglaterra.
A un nivel exclusivamente íntimo, es muy posible que William Shakespeare fuera católico: aunque no podemos afirmarlo con ninguna certeza, tanto sus orígenes familiares como algunos elementos recurrentes de su obra parecen sugerirlo (un cierto ceremonialismo escénico, la ritualización del perdón…)[5]. Pero incluso esos elementos, cuando se verbalizan, están puestos al servicio de la efectividad dramática, y nunca de un uso religioso de la escena[6]. En lo que se refiere a la inmortalidad del alma, entendida en un sentido tradicional, su teatro la invoca tanto como la pone en duda, a veces dentro de una misma obra: no resulta extraño, sino muy significativo, que Hamlet pueda dudar de la pervivencia del espíritu (“To be or not to be”, etc) dentro de una tragedia en el que juega un papel fundamental el fantasma de su padre, que actúa como un personaje más. La trascendencia puede afirmarse a nivel dramático y, al mismo tiempo, puede cuestionarse a nivel existencial. Ello es posible porque el teatro y la poesía de Shakespeare se articulan en su conjunto, y de modo muy consciente, dentro de un marco enteramente secular: el espacio del lenguaje.
La eternidad que de verdad importa, en los textos de Shakespeare, es completamente material y lingüística. En sus sonetos, al igual que en la mayor parte de su obra dramática, el hablar y el decir se perciben como condiciones de toda experiencia, sometidos fatalmente al tiempo, pero existiendo también en él y por él. Se trata de una eternidad de medida humana y no divina, quizá modesta, pero que puede recuperarse cada vez que el texto se vuelva voz en nuestra lectura, “so long as men can breathe or eyes can see”: una y otra vez, por tanto tiempo como los seres humanos estemos hechos de palabras.
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[1] La más reciente edición completa de los Sonetos de Shakespeare en castellano es la del Instituto Shakespeare, preparada por Jenaro Talens y Richard Waswo (William Shakespeare, Sonetos, Madrid: Cátedra, 2014).
[2] Sobre este tema, y sobre la complejidad sexual y sentimental de los sonetos, véase por ejemplo James Winny, Master-Mistress, a Study of Shakespeare´s Sonnets (Londres: Chatto and Windus, 1968), aunque recomendamos sobre todo una exploración, que puede dirigirse hacia unos u otros matices, de la base de datos de la World Shakespeare Bibliography (http://www.worldshakesbib.org/).
[3] La enorme complejidad de ese proceso histórico y de sus ramificaciones en las estructuras religiosas de Inglaterra a lo largo del siglo XVI se detalla en Christopher Haigh, English Reformations, Cambridge: Cambridge University Press, 1993.
[4] Ello no significa, desde luego, que la vitalidad y variedad culturales del protestantismo inglés se circunscribieran a la Biblia o a los comentarios y sermones sobre ella. Véase Patrick Collinson, The Birthpangs of Protestant England (Londres y New York: MacMillan, 1988), especialmente en su capítulo 4.
[5] En lo que se refiere a las bases biográficas (más que literarias) para esta especulación, puede consultarse E. A. J. Honningman, Shakespeare, The Lost Years (Manchester: Manchester University Press, 1998), aunque también Stephen Greenblatt, Will in the World: How Shakespeare Became Shakespeare (New York y Londres: Norton, 2005).
[6] Es cierto, con todo, que el sentido último de esta secularización está en perpetua discusión en el mundo académico. Para unos, implica una herencia y aprovechamiento conscientes de varios aspectos de la herencia religiosa, en continuidad con la misma; para otros, sustituye completamente a ésta. Un estudio representativo de la primera postura puede hallarse en Jeffrey Knapp, Shakespeare´s Tribe: Church, Nation and Theater in Renaissance England (Chicago: Chicago University Press, 2002; la segunda posición puede apreciarse en Anthony Dawson, “The Secular Theater”, en Kenneth E. Graham and Philip D. Collington, Shakespeare and Religious Change (Cambridge: Cambridge Univestity Press, 2008), p. 238-260.
¡Un (hiper)texto excelente! Te añado, de forma transgresora un IN:
«La eternidad que de verdad importa, en los textos de Shakespeare, es completamente INmaterial». La lingüística está supeditada a la fijación de la norma que, con los eones, en el futuro ‘globish’ cambiará, esperemos. 🙂
un abrazo
Therfer
Sí Therfer, así es y será, pues toda norma cambia. Es curioso pensar que las normas lingüísticas del inglés no habían sido unificadas institucionalmente en tiempo de Shakespeare, a pesar de los esfuerzos de los Tudor por fijar algunos «standards» de gramática…
Más allá de la lingüística, en el presente tiene lugar otro factor más de desmaterialización (o INmaterialización, como tú dices) de la lectura, en el hecho de que esta se haga siempre, y todavía más, en silencio. También se hacía así con la poesía en tiempo de Shakespeare, pero se conservaba una continuidad absoluta entre lo oral y lo escrito, como muestra este propio soneto y los demás de Will.
¡Abrazos!
Joan
Un texto brillante. Gracias!