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Parece que en las últimas semanas se hace inevitable hablar de guerra. Guerra en el Proximo Oriente. Algo tremendamente actual pero paradójicamente viejo. Un círculo vicioso de irresponsabilidades enmascarado de guerra de civilizaciones, choque de religiones, justas venganzas o estrategias geopolíticas. Y en el que, si no lo ha hecho ya, planea como telón de fondo la idea de Cruzada.
En este sentido, hablar de Cruzadas nos lleva a pensar de manera irremediable en la guerra santa, en un remedo cristiano de lo que la yihad es para el creyente musulmán, aunque ésta no tenga siempre un componente bélico. Lo cierto es que el concepto de guerra santa se forjó en la teología cristiana a través de un proceso gradual, marcado por los acontecimientos que sacudieron la Europa cristiana durante siglos. Para entender el camino que desembocó en la Primera Cruzada, pues, conviene tener un par de conceptos y cronologías claros.
La guerra santa tiene un precedente ineludible: el de la guerra justa. El concepto, aunque ya había sido objeto de reflexión por parte del mundo grecorromano, será moldeado por Agustín de Hipona en su lucha dialéctica contra el maniqueismo. Para el cristianismo de base romana el qué hacer con la guerra era una cuestión peliaguda. Por un lado la Biblia ofrecía dos versiones contradictorias sobre el asunto: el belicismo del Antiguo Testamento contra el quinto mandamiento y el discurso pacifista de Jesús; por el otro, al insertarse en el aparato administrativo del Imperio Romano, el cristianismo debía tomar postura respecto a la guerra quisiera o no, tanto más cuando alguno de sus santos más reputados provenían del estamento militar. Asunto complicado.
Para Agustín de Hipona existían una serie de condiciones que debían alinearse para permitir el justo ejercicio de la guerra; concretamente cuatro. Así, una guerra debía considerarse justa cuando era declarada por una autoridad legítima (o lo que es lo mismo, imbuida de la autoridad de Dios en la tierra), cuando existían motivos justificados para la misma, cuando no había otra solución posible que el uso de las armas ni existía ninguna otra posibilidad de resolución del conflicto y, por último, cuando se hacía, en su desarrollo, de una forma razonable y mesurada. A estos principios, por ejemplo al de los motivos justificados, añadía ejemplos: es motivo justo de violencia aceptada la defensa de un territorio, de unas leyes, de unas costumbres, el cumplimiento de una sentencia judicial o la recuperación de algo robado. Esto en cuanto a la guerra física, la de toda la vida. En el plano doctrinal, en cambio, en tiempos de Agustín de Hipona el combate contra la disidencia religiosa se libraba aún en el plano del combate retórico, como sucedió por ejemplo contra el donatismo. En cuestiones de fe, los argumentos por delante de las armas.
La situación daría un paso adelante en la escalada justificativa en tiempos de Justiniano, cuando la lucha en el plano físico contra la disidencia religiosa fue vista con buenos ojos. Una guerra era justa incluso cuando significaba luchar contra arrianos o, incluso, católicos. ¿El motivo? La «recuperación» de un territorio (la Península Itálica, el norte de África…) que se sentía como propio, en el marco del revival que Justiniano y sus generales planteaban del Imperio Occidental.
Las disquisiciones agustinianas sobre la guerra justa se perdieron en el limbo de los justos (valga la redundancia) con el paso de las generaciones, hasta su recuperación efectiva durante el siglo XI como parte de la renovación teológica que se articuló al amparo del Papado, de la cual Urbano II era un heredero privilegiado. Pero, como una segunda voz dentro de los discursos de justificación de la guerra, a lo largo de las generaciones anteriores a la recuperación de las tesis agustinianas, otros elementos se habían unido a la fiesta. ¿El motivo? La defensa ante lo que conocemos como la segunda oleada de invasiones, durante los siglos IX y XI, que obligaba a plantear una guerra defensiva bien contra los ataques musulmanes, bien contra las incursiones vikingas y normandas. Añadía la diferencia cultural, la identidad religiosa y la necesidad de la defensa física al cóctel – ya de por sí explosivo – de motivaciones justas para el uso de la violencia.
Como podéis imaginar, todas estas diferentes tradiciones y concepciones de en qué condiciones era lícito o no, deseable o no, plantear una acción militar confluyeron durante la segunda mitad del siglo XI y se combinaron en el movimiento cruzado. Así, el argumentario cruzado, entre otros bagajes, incorporó como propios los conceptos de guerra justa y santificada por estar dirigida por la autoridad papal, el de la creencia de la justa recuperación de territorios sentidos como propios, combinado con la percepción de actuar a modo defensivo (preventivo, dirían los pensadores militares de principios del siglo XXI) contra «un otro» y contar, por ello, con la seguridad moral que da sentirse en posesión de la razón.
Ésta entrada fue originariamente publicada en Entre Historias, el 2 de diciembre de 2014.
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